Algunas muertes no se paran, otras, definitivamente nos separan, nos fracturan, nos fragmentan. De nosotros, del tú y del yo, de nuestros círculos. A veces el amor no es suficiente, hay guerras que requieren mucho más que la felicidad y que los vínculos indestructibles. Hay amores que se vuelven arena en la garganta. Hay historias demasiado hermosas para ser eternas, de esos cariños que llegando lo dan todo y todo se lo llevan al marcharse, al girar la rueda y sepultarnos de nueva cuenta en los abismos de nuestras soledades.
Felix van Groeningen hace alarde de ironía sutil con un toque cínico al narrar El círculo roto (The Broken Circle Breakdown), largometraje belga que no ha dejado de ponerme a temblar el ojo ni de darme tremendos madrazos emocionales, de esos que sólo se asoman cuando se pone a escaparate la memoria.
Pese a que el filme data de 2012, en México se estrenó hasta 2014, sabrá el señor por qué carajos, la cosa es que ya van dos que le planto el ojo y en ambas ocasiones me ha pegado gacho desde el momento que arrancamos el asunto con bluegrass, un género onda country que bastante va a latir al respetable (por ahí anda el soundtrack en las tiendas y en las redes), luego nos viene el primer chingadazo con la noticia de que la chamaca tiene cáncer. ¡Tómala, papá!
¿Cómo así?, pos así, en caliente, pa’ que vean que sí se siente, ¿que hasta que la muerte nos separe?, ¡va, órale, simón!, pero ¿cuál es la muerte que nos va a venir a separar, la tuya, la mía, la de la cría o la de nosotros?. Como decía líneas arriba, acá no importa que toda la felicidad y el amor del mundo se presenten cuando descubrimos esa chispa en nuestros ojos, la que delata quien ha de ser nuestra pareja durante un tiempo indefinido o, quizás, hasta el final de nuestros tiempos; también cuando uno se entera que va a ser jefe, es inevitable que el mundo se transforme por completo, a veces la noticia nos hace darnos cuenta de lo imbéciles que somos para las palabras, pero de lo gigantes que somos para las acciones inmediatas. Claro que hay cosas inevitables, como reaccionar en determinadas situaciones, uno nunca está bien preparado para nada, ni para el notición de que se aproxima una cría con nuestra sangre y genes ni, mucho menos, para la palabra cáncer.
Imagínate que la chiquita Veerle Baetens te llega con la noticia que vas a ser padre de su primogénita, ¡uf!, y que luego a esta última (a la pequeña) le tengas que explicar que cuando una estrella muere, su luz tarda un montón de años para llegar hasta sus ojos, o que de repente te viene la impotencia al explicar a dónde van las aves cuando mueren; qué se le dice a una hija que está a un hilo perder la vida. Qué desmadre emocional, ¿no?, pero, ¿qué sucede a la muerte?, ¿cómo desapropiarse de un espacio que ha sido decidido y dedicado a la felicidad y al amor?, ¿a la familia, al hogar? ¿cómo se borra una herida del cuerpo si la tinta no conoce otro apellido mas que el suyo?, ¿de qué esperanza se sostiene la pareja cuando ya no quedan fuerzas?, ¿en qué guerra se hunde el uno cuando el otro ha decidido desertar de la vida construida?
Pues sucede que ahí es donde a mí me vienen las interrogantes más severas, cuando el cáncer no es lo peor que habita en el contexto, cuando la búsqueda de la felicidad se vence, cuando amar se rinde y se fragmenta, cuando la relación y la suerte son lo más generoso y honesto que puede sucedernos, y el círculo se vuelve a detener en mala racha, ahí es justo el lugar donde nos duele, cuando no estamos dispuestos a perder el paraíso ni a perder todo eso que la vida nos va dando, ahí, justo ahí en donde nos descubrimos como humanos y como incapaces de ser solos, cuando entendemos que esta vida es un gran hueco si no tenemos a quien amar y quien nos ame, ahí, donde hace ruido la palabra solo.
Paño a la mano, por favor, que cuando un círculo se rompe, un instante basta para sepultar la vida entera.
¡Aleluya!
Por Diablo Leal: @SLDiHablo